De sus huesos nació el tallo. No buscaba sepultarse, sino vivir entrelazada a la vida. Sus extremidades se han abierto y multiplicado para abrazar con más vigor los colores de su nacimiento. A pesar de que no puede moverse, es más libre que nunca. Del polvo nació luz. Nada se fue porque nada vino.
Mis lágrimas bañaron sus raíces y rompieron la coraza en la que permanecía latente, fusionando su desgarro con el mío en la metamorfosis que experimentábamos. Eran lágrimas sanadoras que abonaban sus cenizas y oxidaban mi armadura para salir de la cárcel en la que no había oxígeno…
Hoy la siento a través del almendro que brotó de lo que fue. Ahora su alma es capaz de crecer en todas direcciones. Me acompaña. Me siento afortunada cuando me paro a contemplarla, recordándome que ella vive en otro estado y con otra forma. Me llena la vida que aún consigue darme con su mera presencia.
No está sola, a cada lado le acompañan nuestras dos mariposas que por amor anidaron en su vientre. Y aunque sus vidas fueran efímeras como el batir de las alas de un colibrí, hoy celebran la victoria de quien ama sin apegos, se fusionan con el todo del que siempre formaron parte y disfrutan de la luz que sus ojos nunca vieron, arropados por la madre que hasta el último momento los acogió, los acompañó y les agradeció su elección. Ellos representan el milagro de la tierra pues de una semilla germinaron dos preciosos frutos.
Este almendro no es uno cualquiera, no. Detrás de este almendro está la transformación, la apuesta por la vida, la confianza en el designio del plan divino establecido antes de que el tiempo fuese tiempo. Su corazón encendido crece y se expande, llenando la savia con su sabiduría. Ella no llora, sonríe con sus labios aterciopelados, expresada en cada una de sus hojas, aún delicadas con la inocencia de un niño pero firmes con la experiencia de un aciano. El cáliz de su ser continúa latiendo en el centro de cada flor, despertándome del letargo del invierno para que no me olvide de que todo está conectado, de que la felicidad es posible y el caminar un juego.
Hubo un momento en el que se me heló el corazón, pero como buena maestra me enseñó cómo convertir la escarcha en rocío y así nutrirme del agua más sagrada y bendita que pudiera regar mis raíces para sostenerme cuando más perdida me hallaba. Por más que la raíz viva en la más remota penumbra, de su oscuridad emerge la luz más potente y cuanto más profunda excave la tierra, mayor será su goce del sol.
Hubo un tiempo en el que me escondía entre cizaña hasta que su piel se tornó en un robusto tronco mostrándome que nadie externo a mí me podía herir y que debía bendecir mis cicatrices, pues de las heridas profundas de algunos troncos, puede anidarse la vida.
Ella, capaz de trasmutar mi dolor en amor, algún día me cobijará bajo sus ramas, me alimentará durante el otoño y embellecerá mis sentidos cada vez que florezca. Sus ojos verán el paso del tiempo sobre el tiempo, abonando las estaciones donde en cada primavera se celebrará el convite de su resurrección.
Sus hojas se desprenderán anunciando la llegada del frío y me mostrará la lección de que hay que soltar lo viejo para acoger a lo nuevo evitando la putrefacción de quien acumula sin acopio. Un día sus flores de nata, expresión de su corazón, darán los hijos que quiso acunar y aunque externamente sean duros, por dentro la plenitud reinará en ellos a través de su dulce tesoro.
Se esparcirá por el mundo y su simiente iluminará los días grises de quien se atreva a ver sin mirar, compartiendo lo más íntimo de su esencia. Sembrará la paz y la abundancia a su alrededor y sus tallos unirán el cielo con la tierra para convertir los lamentos en hermosos poemas.
Cantará su voz de nuevo cada amanecer cuando los pájaros posados en su copa, prendados de su belleza, entonen en sus melodías un himno a la vida. Y cuando la dama de la noche aparezca, avivará su fuego para que los nidos sientan la calidez de quien los acoge con la más delicada y extrema ternura, los arropará con un manto de estrellas y los mecerá en el menguante de la luna. Almendro deseado, las abejas disputarán su néctar atraídas por su fragancia embriagadora para mostrarme desde el universo que no necesita moverse sobre la tierra si tiene alas para volar.
Sus caricias ahora me las brindarán sus ramas, sus besos las almendras anacaradas y sus palabras el susurro del silencio. Bailaré con ella la danza del viento entre sus hojas porque este almendro, como muchos otros, lleva en su interior el corazón del mundo y sé que hasta en el invierno más frío, será capaz de calentar mi cuerpo herido.
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